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Recuerdo de Las Grutas, cuando las vacaciones eran encuentros familiares

Recuerdo de Las Grutas, cuando las vacaciones eran encuentros familiares
Recuerdo de Las Grutas, cuando las vacaciones eran encuentros familiares:

Por Valeria Maida (*)

Preparo mi bolso recién estrenado, regalo de navidad.

No tengo mucho que poner, es la primera vez que tengo uno. Bien playero, de plástico transparente, con ribetes turquesas y algunos dibujos esparcidos en rosa.

Una toalla, unos anteojos de sol rojos, un cepillo para el pelo que nunca usaría, una billetera con algunos pesos, el aceite Johnson para freírme como un cornalito en la sartén.

Todavía no existía el agujero de ozono o al menos nadie sabía de su existencia. Aún no se hablaba de impacto ambiental, residuos cloacales ni  calentamiento global, ni de contaminación ni depredación.

Todo eso vino mucho después.

En ese momento ni siquiera cabía en mi cabeza que el ser humano y la naturaleza podían llegar a ser antagónicos. Todos podíamos vivir en armonía.

No éramos muchos los que veraneábamos en esa playa perdida del sur. Tampoco salir de vacaciones era moneda corriente en las personas.

La villa recién empezaba a poblarse y en menos de media hora podía irse de una punta a la otra caminando.

Nuestra casa estaba frente al mar, era una casa maltrecha, “rustica”, sin diseño, con piso alisado, techo de chapa y cantonera. Una casa de veraneo.

Cuando llegábamos a habitarla cada verano, después de estar cerrada todo el año, tardábamos 2 o 3 días en limpiarla. Teníamos que sacar, aparte de la arena, los murciélagos, las arañas y los alacranes, estos sí que eran peligrosos, aunque nunca supe que hayan picado a alguien.

Cuando la casa estaba lista se sucedían las visitas familiares y de amigos. A veces no quedaba nadie y había que salir a buscar aventuras para no aburrirse porque no existía el televisor y menos que menos el teléfono.

La parte más divertida del verano era cuando llegaban mis primos que podían ser 2, 4, 6 todos juntos como en una colonia de vacaciones.

Nosotros pasábamos uno, dos o tres meses en aquella casa frente al mar, no sé de qué dependía el tiempo. Yo no sabía nada de los temas de los adultos.

Mi papá iba y venía, no se quedaba todas las vacaciones. Era divertido cuando estaba, la casa se llenaba y todo giraba en torno a grandes comilonas familiares con platos exóticos. Ahora sé que eran “platos exóticos”, para esa etapa de mi vida no era raro que te sirvan caracoles de mar o de tierra, milanesas de guanaco o tiburón, o aletas de raya.

La comida era en si misma todo un viaje porque venía acompañada de los relatos de la caza o de la pesca que hacían los varones de la familia. A veces con la participación de los niños y la mayoría eran sólo salidas de adultos con algunos de mis primos ya entrados en la adolescencia. Dependía del riesgo que entrañara la búsqueda. Si era solo recolección de mejillones, almejas o cangrejos nos participaban. Cuando se aventuraban en el monte con las escopetas o al mar en lancha ya no nos llevaban.

A veces mi papa traía una liebre y tenía que explicarme que se le había cruzado en la ruta y la había pisado sin querer con el auto. Yo le creía. Cuando la liebre ya estaba en el escabeche que preparaba mi mamá no me importaba mucho el destino de aquella criatura y bajaba la guardia respecto de la protección animal.

Hoy me pregunto cómo eran mis caprichos con la comida porque era muy selectiva. Sin embargo aquellos festines en la casa frente al mar todo me parecía delicioso y nada se compraba en el mercado, ni era conocido, ni tenía una etiqueta ni packaging. ¡Y tenías que saber cómo se comía! Era todo un arte en sí mismo desenroscar la carne del nicho de un caracol, abrir el mejillón y usar la valva de cuchara, romper la pinza de un cangrejo o pelar un langostino. Ninguno de mis amigos sabía hacer aquellas cosas.

 Tampoco existían los veganos ni los vegetarianos ni las modas gastronómicas.

Al principio mis pobres primos sufrían mucho con la comida y pasaban días de ayuno que intercalaban con visitas a escondidas a la heladera cuando todos estábamos en la playa. De a poco iban probando y casi todos aprendieron a comer mariscos en aquellos veranos de los años 70 en esa casa maltrecha.

Algunos días, los adultos “tiraban la red”. Al salir del mar los pocos habitantes de la playa se acercaban a ver que quedaba atrapado. Yo me desvivía desenmarañando de las algas los caballitos de mar y los pequeños peces y los devolvía al agua sintiendo que era un acto de justicia y que ellos me agradecían por su vida.

Los varones planeaban sus salidas por caminos inhóspitos y polvorientos. Las mujeres se embadurnaban en cremas, tomaban mate y sol en sus reposeras. Los niños nos alejábamos del foco de los adultos y nos lanzábamos a nuestras propias aventuras.

Los adultos no tenían miedo respecto de nosotros. El mundo era bueno y no habían peligros en esas playas lejanas y vacías de la Patagonia. Nosotros tampoco teníamos miedo de que algo pudiera pasarnos, de hecho yo no recuerdo saber que era el miedo porque los adultos no nos lo transmitían y en pocas ocasiones dábamos explicaciones de lo que hacíamos.

Cada cual en sus cosas.

A veces cuando subía la marea nos hacíamos señas de que había llegado la hora y enfilábamos hacia las rocas de la 1era bajada. Caminábamos con destreza, descalzos sobre las piedras resbalosas tapizadas de verdín y mejillones, donde más de una vieja se despatarraba. Llegábamos hasta un filo de rocas que habíamos bautizado como el “trampolín”. Cuando el agua alcanzaba ese filo hacíamos cola para tirarnos de cabeza al mar. Una vez en el agua esperábamos el empuje de alguna ola para volver a subir a las rocas.

Nadie conocía ese lugar, era secreto, mis primos y algunos amigos del verano que eran siempre los mismos. Hijos de lugareños o de los pocos comerciantes que iban a hacer la temporada.

Una vez a alguno de los adultos les llego el chisme y quiso acompañarnos. Nos prohibieron las idas al trampolín. Cuando se olvidaron del tema, por supuesto que volvimos a las zambullidas, conocíamos bien el lugar en bajante y sabíamos que no había ninguna roca con la que estrellarnos la cabeza como ellos decían. El trampolín era un lugar seguro.

En la entrada improvisada del pueblo estaba Carmelo con sus caballos de alquiler. Cuando el sol bajaba y ya no ardía yo me ponía un pantalón largo y me iba a los corrales. Sacaba algo de plata y como era habitué negociaba el alquiler de algún pony por más tiempo.

Aprendí a montar en el Caramelo, un pony viejo, muy petiso y cascarrabias. Caramelo era uno de los caballos más solicitado. Tal vez el que más trabajaba. Cuando fui un poco más grande, no mucho y ya sabía tratar con los caballos empecé a montar en los más altos, ya no en pony.

Carmelo tenía un ayudante con el labio leporino, me explicó mi papá que era médico, no se le entendía mucho cuando hablaba y mi vista se posaba en aquella parte de la cara mal terminada. Era amable y risueño, él me preparaba al Pincel o al Bayo y me ayudaba a subir, yo le pagaba a Carmelo.

Dependiendo del tiempo que teníamos de alquiler la vuelta era por los alrededores o la estirábamos más allá del pueblo, pasando el rancherío de los pulperos, a los cañadones, donde ya no habían rastros humanos y yo sentía que era una exploradora que pisaba esa tierra que era pisada por primera vez.

Los adultos nunca se enteraban de las caídas del Caramelo, que habían sido varias y que una vez me pasó por encima. Yo escondía los moretones de aquellas revolcadas.

Ni de otra vez que venía a toda carrera en el Bayo que traspiraba y resoplaba desbocado. Ni el caballo ni yo vimos el alambre atravesado al costado del camino. El Bayo tropezó y cayó aparatosamente hacia un costado. Yo volé por unos segundos y fui a dar contra un montículo con tal fuerza que me quedé sin poder respirar hasta que uno de mis primos vino a socorrerme y en una bocanada desesperada el aire volvió a entrar en mis pulmones. Me asusté de verdad. Nadie dijo nada en la casa, no fuera cosa que nos prohibieran también volver a lo de Carmelo.

Otro año llegaron las motos DAX y los triciclones para alquilar. Era realmente divertido recorrer la playa y los médanos en esos triciclos. Pero yo seguía prefiriendo los caballos de Carmelo.

Nuestra vida era muy distinta a la que hacíamos en el Valle durante el año.

En el verano los niños vivíamos con más niños, los adultos estaban en sus cosas y a nosotros no nos interesaban sus cosas, a ellos tampoco las nuestras. Teníamos una libertad de la que no gozábamos el resto de año. Será por todo esto que ahora que ya somos adultos problemáticos siempre recordamos esos veranos como los momentos más felices de nuestras vidas.

El verano en el que preparaba mi bolso playero y ya no dejaba que mi mamá me cubriera con la espesa SAPOLAN que yo odiaba porque me dejaba el cuerpo pegajoso, andaría por los 10 años. Me ungía en aceite Johnson y sentía que había crecido. No solo porque ahora usaba aceite Johnson sino porque tenía lentes de sol y un bolso playero que había reemplazado las bolsas de nylon con las palitas, rastrillos y moldecitos.

Fue el último verano en la casa maltrecha frente al mar. Viéndolo de lejos ahora y sin saberlo en ese momento, fue el último verano de mi infancia.

Nunca más volví a sentir esa libertad y el mundo ya no se mostraría tan bueno y amable. Se empezaría a hablar del agujero de ozono y vendría la era de los protectores solares.

Corría el año 1982, los adultos estaban preocupados, iban y venían con las caras desencajadas sin mirarnos a los ojos. Los adultos ya no serían tan divertidos ni seguirían siendo todos amigos.

Mi infancia plácida y segura como esa playa inhóspita y desierta del fin del mundo se eclipsó abruptamente. La tranquilidad de que nada iba a pasarme se desmoronó como aquellas fortalezas de arena que hacíamos en la playa y que el mar volaba de un plumazo cuando subía la marea.

El mundo se volvió un lugar poco confiable. Y sencillamente ya nada fue igual.

(*) Valeria Maida es odontólaga y vive en General Roca. 

Gentileza anr

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