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El triple crimen que estremeció la conciencia de los rionegrinos

El triple crimen que estremeció la conciencia de los rionegrinos:

El 9 de noviembre de 1997 era un domingo más de primavera en Cipolletti. Una jornada apacible, soleada, agradable para las caminatas por la zona de chacras. Eso pensaron las hermanas María Emilia y Paula González. Sacaron el auto de la casa de sus padres, en el barrio San Pablo; pasaron a buscar a Paula Villar por el Brentana, y siguieron hasta el Magister, donde pensaban encontrarse con otra amiga. No estaba, así que decidieron caminar. Fue lo último que se supo de ellas.

Por lo general, Circunvalación y San Luis es una zona de mucho tránsito. Camino obligado para ir hacia Ferri o para ingresar desde el norte de la ciudad hacia el centro (en esa época era la única que estaba asfaltada). Pero ese día ocurrió lo impensado. Nadie vio a las dos hermanas u su amiga salir caminando del barrio; no se supo si caminaron por las vías o por San Luis.

Esa noche, entre las 9 y las 10, dos padres preocupados fueron a hacer la denuncia a la entonces subcomisaría 69. Los protocolos de la época eran distintos: había que esperar 48 horas para iniciar una búsqueda formal. Dos días, un disparate. La angustia de Juan Villar, empleado de comercio; y de Ulises González, jubilado bancario y presidente del club San Pablo, conmovió algún resorte institucional y se puso en marcha un dispositivo informal.

La primera hipótesis de aquella policía es que las adolescentes se habían marchado por propia voluntad. Y el lunes daban crédito a las versiones que las señalaban subiéndose a un camión en la zona de Contralmirante Cordero. Para los padres eso era imposible: María Emilia González, de 23 años, estudiante de Ciencias de la Educación, había dejado a su hijjita de 2 años al cuidado de los abuelos; Paula, de 17, cursaba quinto año en un colegio de Cipolletti. Y Verónica, responsable, seria, cursaba Agronomía en Cinco Saltos. No, era imposible suponer que hubieran decidido irse, dejando el auto abandonado en la zona norte. No. Algo pasaba que estaba mal.

La peor noticia

El martes 11, un vecino que salía a caminar y a pasear sus perros por la zona de las vías vio unos bultos sospechosos debajo de unos olivillos. Dio aviso a la policía, que acordonó el sector. Era el mediodía. Hacia allá fueron Ulises y Juan. Salieron demolidos. Allí reconocieron los tres cuerpos de sus hijas.

La ciudad quedó consternada. Durante semanas y meses el pulso de los vecinos estuvo marcado por las idas y vueltas de la investigación. La policía, desbordada por la presión social, hizo lo que creyó más conveniente: marcar rápidamente un culpable entre los “sospechosos de siempre”. Después, la imaginación popular desbordó de intrigas, sospechas e hipótesis de todo tipo. Desde un ajuste del narcotráfico a una “devolución de favores” a la propia policía. Desde contrabando a intento de secuestro equivocado. Nada se pudo comprobar; al menos con las pruebas que necesita la justicia para llevar adelante una causa. Sí pasaron infinidad de horas de investigaciones que llegaban a un punto muerto.

Entonces apareció Claudio Kielmasz.

Un psicópata incurable

Claudio Kielmasz se acercó a las familias de las víctimas desde las primeras marchas en reclamo de justicia. Caminó al lado de los padres y de los amigos de María Emilia, Paula y Verónica. Y un día se acercó a Ulises para decirle: “yo sé donde está el arma con que mataron a las chicas”.

Un rayo no habría causado menos conmoción. Kielmasz pasó a ser “testigo protegido”. Con el juez, sus ayudantes, una patrulla policial y trabajadores del consorcio de riego, se dirigieron a una zona del canal de desagüe donde decía haber visto que arrojaban el arma. Y encontraron una pistola Bersa, calibre 22, con la numeración limada. Parecía imposible seguirle el rastro.

Pero allí empezaron algunas contradicciones de Kielmasz, quien nunca pudo explicar convincentemente cómo sabía que la pistola había llegado al canal. Quién la había arrojado, cuándo, en qué circunstancia. Las pericias comprobaron que era el arma con que habían asesinado a las tres chicas. Una prueba más sofisticada logró recuperar algunos de los números que habían intentado suprimir. Eran los mismos que los que tenía el arma registrada a nombre de la madre de Kielmasz.

El muchacho, que tan bien había impresionado a las familias, pasó de “testigo protegido” a ser el principal sospechoso. Lo que no cerraba era que él solo pudiera haber mantenido reducidas a las tres chicas y haber aplicado la violencia que padecieron. Las investigaciones acercaron alguna pista: un grupo de delincuentes a los que se les habría sumado Kielmasz.

En el juicio, este fue condenado a prisión perpetua como partícipe necesario del triple crimen. Una pericia psicológica lo definió como un “psicópata incurable”. El resto fue absuelto por el beneficio de la duda, ante alguna inconsistencia de las pruebas presentadas.

Conclusiones ¿finales?

Al final, el caso cumplió con todas las leyes de Murphy. Si algo podía hacerse mal, se hizo mal. Desde la toma de la denuncia a la poca voluntad en el dispositivo de búsqueda, a la escasa previsión que se tomó para cuidar razonablemente bien la zona donde aparecieron los tres cuerpos.

La primera investigación judicial tampoco aportó claridad en la causa y demostró la necesidad de que los juzgados penales estuvieran más cerca. En esos años, los jueces debían viajar desde Roca.

Pobre consuelo debe resultar para las familias González y Villar que este caso haya sido el punto de partida para algunas reformas judiciales y procesales. La vida sigue, pero el dolor se queda. Ulises y su esposa se fueron de la ciudad; la nieta, hija de María Emilia, tiene sus orgullosos 26 años y es una activa protagonista de las luchas feministas. Los Villar siguen intentando mantener su vida.

Las dos familias permanecen con la angustia de no estar seguras sobre si finalmente Claudio Kielmasz fue el único responsable del triple crimen.

Gentileza anr

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