Gabriel salió de la rancha que había armado con su esfuerzo, allá bien arriba contra la barda, casi en el extremo de Barrio Nuevo. Caminó una cuadra por la polvorienta calle Saavedra cuando escuchó el grito de los vecinos que lo llamaban. Se le incendiaba la casilla. Volvió a la carrera; ya estaban sus primos y otras personas balde en mano, tratando de controlar las llamas.

El corazón les latía a 1.000 pulsaciones. Todos sabían que una chispa que cayera un poco más lejos y todo sería peor, entre aquellas precarias viviendas hechas con cantonera, pallets y postes. Los bomberos llegaron más tarde, apenas para evitar que el siniestro se propagara. Pero Gabriel quedó desolado, con todo lo que tenía convertido en cenizas. Ni ropa, ni casa, la nada misma.

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Los que saben del valor de la solidaridad son justamente los que están en las mismas condiciones. Los que entienden el valor de extender una mano cuando el de al lado está groggy. Y así fueron sumando materiales suficientes como para volver a construir esa “rancha”, que es como se llaman en los barrios populares a esas casillas armadas con maderas de reciclaje, cartón y nylon, que sirven para guarecerse de las inclemencias. Y para albergar sueños e ilusiones.

Todavía no se explican qué pudo haber ocurrido. “Una explosión de gas no pudo ser, porque no tenía garrafa ni cocina”, cuenta Noelia, pareja de su primo y única familia con que puede contar Gabriel. ¿Un cortocircuito? Es lo más probable: en los asentamientos, las instalaciones eléctricas es el punto más vulnerable.

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La solidaridad entre los vecinos, entre los iguales, sigue siendo una herramienta poderosa para sobreponerse a los golpes de la vida. Como canta Eros Ramazzotti:

“Solidaridad,

ésta será la palabra que yo inventaré.

Sé que abrirá los ojos que

se están acostumbrando a no querer ver.

Solidaridad

significará luz y calor que impregnará cada ser

como un abrazo de humanidad

que quisiera en torno a mi sentir.

Solidaridad,

es esta la idea.

Si tú la puedes aceptar la esperanza nos dará”.